Para entender la singularidad de Cabo Verde, qué hace tan especial a este estado
archipiélago de la Macaronesia, qué es lo que flota en su aire, saber qué es la
morabeza y conocer un poco su idiosincrasia y cultura, la clave está en su música:
Forma parte de su ADN. Las y los caboverdianos son pura música.
Fotografías Alex Basha
Texto Mercedes Goiz
La primera vez que entré en contacto con la música caboverdiana fue en 1984, fue a bordo de un avión. Volaba desde Adís Abeba a Chad. Un alemán que iba sentado a mi lado me hizo escuchar la música que estaba oyendo, era Ildo Lobo.
Me quedé impactado. Yo no sabía entonces ni que existía un país que se llamaba Cabo Verde.
Pensé: ´la gente que hace esta música ha de ser un pueblo maravilloso´.
Quería conocer al país y a sus músicos”.
Roland Anhorn diplomático cultural suizo, hizo todo lo que estuvo en su mano para que le trasladaran a Cabo Verde y no cesó de aplicar hasta que lo consiguió.
En enero de 1990 se instaló en Praia en el marco de la cooperación austriaca en Cabo Verde y comenzó una relación de amor que dura hasta hoy.
Se crearon programas de ayuda a los músicos y durante trece años, parte de su trabajo consistió en grabar conciertos y todo tipo de eventos con música en directo, actividad que no ha dejado de hacer desde entonces.
Hoy, Roland Anhorn atesora auténticas joyas sonoras que él comparte cuando se lo piden
“Tengo el archivo más importante de músicas de Cabo Verde, de conciertos y muy especialmente de tocadinhas, reuniones que se hacen en casas a las que, van llegando músicos y, a modo de jam sessions, incorporándose a la tocadinha.
“Si un musico muere, su familia me llama para ver si tengo algo suyo.
He grabado a todos, incluso a Mayra Andrade cantando Good Morning Paris, en 2004 cuando tenía 14 años, una menina. A la única que no grabé, aunque estaba en una de esas tocatas, fue a Cèsarea Èvora”
Añade, no sin pena, este gran experto en cultura caboverdiana.
Cada abril, Roland no falta a su cita musical en Praia, la capital del país, en la isla de Santiago.
Es el mes en el que se celebran los dos eventos más importantes:
La Atlantic Music Expo (AME) y el Kriol Jazz Festival. Rolad se aloja siempre en casa de su gran amiga, la conocida cantante y compositora Teté Alinho, de cuya gran familia ha devenido un miembro más.
Un hogar abierto, escenario de memorables tocadinhas y conciliábulos de músicos y agitadores culturales.
A casa también ha venido desde Lisboa, ciudad en la que vive desde hace cinco años, Sara Alinho, hija de Teté y heredera de su talento.
Va a pasar un par de meses en la casa en la que creció para empaparse de familia y para actuar en uno de los showcases del AME.
“Este lugar me aporta energía. Me inspira estar con mis padres y hermanos.
Estoy en la fuente, en el sitio que tengo que estar.
Por otro lado, estar programada en AME es muy significativo para mí, y para todos los artistas que regresamos, sea para tocar o para reencontrarnos y vivir esta semana de inmersión musical.
Creo que es importantísimo que exista este mercado porque es una propuesta internacional dirigida a reactivar la industria y a los músicos.
AME, junto con el Kriol Jazz Fest, que comienza seguido, son prácticamente la única representación que hace justicia a Cabo Verde, cuya bandera es la música.
“Aunque creo que estamos utilizando solo un 10% del potencial que tenemos”, opina Sara.
“Sin duda -concuerda Roland-, el pueblo caboverdiano tiene la música en la sangre.
Para un musico de aquí es muy importante su relación con el público.
Esta conexión es lo que hace singular a este país.
Lo que caracteriza a su música es su actualidad, habla de la realidad que viven los caboverdianos, de separaciones, despedidas, de la madre y de los amores perdidos, de todo lo que les sucede en su presente, en su día a día.
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Dicen que la morna, “la música reina”, se parece al fado pero no tiene nada que ver.
El fado tiene una connotación de pasado, ya no cuenta casi nada de la vida de ahora.
De hecho, la tan cantada “Sodade”, como se dice morriña en kriolu (saudade en portugués) es algo que va más allá de la simple nostalgia, es un sentimiento proactivo, como lo es su pasado que se repite y aparece de nuevo.
¡Nos vemos en todos lados!.
El gran salón pletórico de luz y color de esta acogedora casa asomada al azul mar de Praia invita a la charla, al intercambio de historias y pensamientos mecidos por el ritmo reverberante del océano.
La particularidad de la idiosincrasia caboverdiana está profundamente unida, como un cordón umbilical invisible pero indeleble, a su historia y a su condición de migrantes desde sus orígenes.
Migrados forzosos fueron los esclavos arrancados de sus tierras del África Occidental y almacenados como mercancía en este archipiélago de la Macaronesia, un enclave, entonces deshabitado, tomado por los portugueses en el siglo XIV como centro operativo de comercio entre sus colonias atlánticas.
La cultura caboverdiana no es precolonial como otros lugares o países previamente habitados, sino que su tejido social y cultural tiene lugar en la poscolonización, a medida que los portugueses van poblando sus islas con nuevas remesas humanas.
Los caboverdianos son hijos de amos y esclavos de diversas proveniencias y han sabido conservar lo mejor de ambos mundos constituyendo una miscelánea de razas y culturas que no han dejado de misturarse con otras llegadas de todos lados, porque su destino, determinado por su geografía e insularidad, les aboca a una migración continua.
“Si llueve nos ahogamos, y si no llueve nos morimos de hambre”.
Es un dicho popular en referencia a las varias sequias que han padecido bajo la dominación portuguesa.
Por ello, cuando se despiden lo hacen con un ¡Hasta pronto, nos vemos en todos lados!.
“Creo que representamos la globalización, consecuencia de todas estas misturas y de nuestro proceso histórico.
Estamos abiertos a dar y compartir nuestra música; también a recibir otros ritmos, pero acabamos adaptándolos y haciéndolos propios”.
Rubrica Sara Alinho, por cuyas venas fluye sangre ibera y azteca y asegura tener conciencia desde muy niña de ser consecuencia de ese cóctel de culturas.
“Es verdad que somos de todos lados, aunque al mismo tiempo cada vez todos somos más criollos”
Carlos G. Lopes, un joven cantante y poeta caboverdiano que ha venido desde París, ciudad en la que estudió y está afincado, para actuar en AME, no se toma por artista sino que se considera un testigo del arte.
Con su música quiere contar el significado de ser y hablar la legua kriolu, vector y arteria principal de identidad caboverdiana pues aquellos primeros esclavos provenientes de diferentes lugares tuvieron que crear su propia lengua franca para poder comunicarse entre sí.
“Yo pienso, hablo y canto en kriolu.
Es mi lengua de emociones, el único canal que tengo para comunicar directo desde el corazón con mis antepasados.
Necesito volver a Cabo Verde, necesito esta energía para transportarla a otros lugares.
Nosotros decimos que puedes irte de Cabo Verde pero que Cabo Verde nunca se va de ti.
Por eso todos tienen una cuenta bancaria aquí.
Nunca rompes el vínculo”.
Tras una emotiva actuación en la que ha interpelado a un público abierto a bailar, cantar y fundirse con él, Carlos asegura haberse sentido como un pájaro en el escenario.
Sus alas son sus raíces.
“El 90% de lo que soy tiene que ver con el 10% que pasé en Cabo Verde.
Hasta los 10 años viví según la tradición africana, en la que no necesitas tener padre o madre, eres un niño del pueblo.
Mis padres emigraron a Francia y me dejaron con la familia de mi tía.
Éramos más de 20 primos, hoy dispersos por el mundo.
Todos sabíamos lo que nos correspondía hacer.
La comida se cocinaba con leña; no supe lo que era el gas hasta llegar a Francia para reunirme con mi familia que vive en Niza.
Aquellos primeros años fueron los mejores de mi vida”.
Nacido en Pico, en el norte de Santiago, la isla más africana -a la que por ser la más próxima al continente traían esclavos de las costas de Africa Occidental para luego embarcarlos hacia América, Brasil o Europa-, en la música de Lopes prevalece el batuque, un género que nace y pertenece a las mujeres.
Son ellas quienes al finalizar los duros días de trabajo se siguen reuniendo para, a modo de catarsis, sentarse en semicírculo y dar rienda suelta a sus ritmos africanos percutidos sobre pequeños tambores hechos con plásticos y telas.
Y para danzar un baile de caderas frenéticas y pies descalzos que baten con poderío el suelo, en una ancestral reconexión con la tierra y sus raíces.
“Batuke es un resumen del lugar de la mujer en la plaza o centro de la comunidad.
Cada mujer toca un polirritmo.
No hay competencia, cada cual tiene un rol preciso.
No puedes repetir el que ha tocado la compañera sentada junto a ti, porque si lo haces todo se desestabiliza.
Para mi batuke – explica Carlos G. Lopes- es un resumen del mundo:
Cada cual tiene que hacer su trabajo.
Dentro del batuke hay unas reglas, pero al mismo tiempo dentro de esas reglas hay libertad porque sabes perfectamente lo que tienes que hacer:
Nadie te puede arrebatar lo que es tuyo.
Por el contrario, cosa de hombres es el funaná, estilo musical alegre y festivo devenido género que surge en las zonas rurales también en el norte de Santiago, en una época en la que los portugueses consideraban salvajes los ritmos provenientes del continente africano, así como promiscuas y desenfrenadas sus danzas, promoviendo músicas más
civilizadas interpretadas con instrumentos occidentales, como la coladera, la morna de San Vicente o la mazurca en San Nicolas, a cuyos puertos llegaban barcos de Europa, Japón y América.
“La gente de clase alta nos despreciaba.
En época del dominio portugués, el funaná, estaba proscrito en Santiago, hasta el punto de que sus funcionarios tenían prohibido asistir a tocatas de batuque y funaná;
así que conseguían lo contrario: gustábamos y todo el mundo nos buscaba”.
Cuenta riéndose Silva, miembro fundador y bajista del mítico Bulimondo.
“Al principio no había ninguna organización.
Todo el mundo podía participar, éramos el núcleo embrionario.
Estar alejados de la capital nos daba libertad para seguir haciendo nuestra música.
Yo diría que fue hace 45 años, el 18 de abril de 1978 y ya con Katchás como líder, que grabamos nuestro primer tema, cuando podríamos decir que Bulimondo nace como tal”, recuerda con precisión Silva.
Fue Katchás, compositor y guitarrista que había pasado unos años en Portugal y Francia, quien a su regreso a Cabo Verde le dio un giro de tuerca al grupo, introduciendo instrumentos nuevos, maridando la gaita (acordeón diatónico) y el ferrinho -un simple hierro- con nuevos instrumentos y ritmos occidentales y trasladando a Bulimondo del campo a los escenarios.
“Estábamos muy influenciados por Europa y el rock de los 60, pero a medida que fuimos haciendo giras en el extranjero y dando a conocer nuestra música, todo el mundo comenzó a imitar los ritmos del ferriño”.
Relata Silva buscando acuerdo en la atenta mirada de su manager, Paulo, sentado a su lado. Paulo Lobo Linhares, productor, gestor y representante de músicos, que ha crecido jugando con los vinilos que su padre vendía en su discográfica, es un gran conocedor de todos y cada uno de los artistas, dentro y fuera de Cabo Verde.
Trabaja con Bulimondo desde hace tiempo de cuyo recorrido conoce cada capítulo.
“Yo creo que la intención de Katchás fue hacer una revolución social contra la presencia colonial portuguesa a través de la música.
El funaná es un movimiento contestatario conectado a la independencia de Cabo Verde, en 1975, y los primeros años poscoloniales.
Es muy importante conocer y recordar este punto y su profundo significado en nuestra historia. Como ha hecho popular Bulimundo en uno de sus temas:
Nadie te puede arrebatar lo que es tuyo.
En la actualidad Bulimondo es una banda transversal casi una institución que llega por igual a jóvenes, niños y mayores, que va incorporando a su formación a nuevos talentos de la riquísima cantera que hay en todas y cada una de las islas de la hoy Republica de Cabo Verde y el funaná uno de los géneros más apreciados por musicólogos de todo el mundo que estudian sus orígenes y su papel en la evolución del pueblo caboverdiano, esa gente extraordinaria que intuyó Roland Anhorn cuando, a bordo de un avión que sobrevolaba Africa, escuchó su música por primera vez.