ANDRÉS SÁNCHEZ MAGRO
Magistrado y periodista
El signo de los tiempos viene marcado por el valor gastado de las palabras, en especial si aluden a valores.
Sin que caigamos en el exceso del gobierno argentino de Milei, que ha llegado incluso a regular el uso y el abuso del lenguaje inclusivo, tendremos que convenir que gran parte del significado que encierran términos de buena fe se debe a la utilización espuria de los mismos.
De tanto emplear solidaridad, sostenibilidad, la contemporánea resiliencia, y la pulcritud de los géneros, transgéneros y derivadas, muchos de esos términos han acabado convirtiéndose en huecos.
La política tiene gran parte de la culpa al utilizar en su mercadería como vendedores de rastrillo barato, los términos de la corrección.
Estos tiempos tan líquidos, donde ya no nos creemos casi nada, usurpada la atención mediática por políticos chuflones, y el escaso peso de la intelectualidad, nos amenaza el cinismo moral.
De tanto cultivar la imagen por parte de los representantes sociales, la palabra carece de valor.
Más allá de que el compromiso sea tan ocasional según se necesita para las tácticas parlamentarias o una geopolítica tan realpolitik, que los discursos sólo son un ruido molesto al que no se presta mucha atención, salvo para intercambiar demagogias.
Ante tanto sofisma, deberíamos reivindicar que únicamente se empleen palabras con contenido que pueda ser cumplido, y a las que venerar.
Las normativas que empiezan a proliferar penalmente sobre el delito de odio son la otra cara de la moneda de esos lenguajes estériles. Salvo cuando se agrede explícitamente.
Resulta paradójica la pulcritud que exigen muchos de los que vienen desgastando la importancia de las palabras nobles.
Los buenos sentimientos, según en boca de quien se pongan, pueden ser útiles para la retórica política, pero ofensivos para la inteligencia de quien examina los actos de quien las pronuncia.
Corremos el riesgo que cómo se apela por todo el mundo a los mismos valores, aunque no los cumplan ninguno, esto sea al final el Coloquio de los Perros de Cervantes, o ese mundo en el que nada parece ser lo que es, ni los sujetos ni las cosas.
TAMBIÉN PUEDE INTERESARTE:
Lo ideal sería, pero siempre andamos anhelando cosas que no se producen, elevar el nivel de los gobernantes mundiales.
Recuperar la receta de la Grecia clásica según la cual los filósofos sean los auténticos lideres de la opinión pública.
Que las cámaras parlamentarias y los debates se protagonizan por sabios, por pensadores y por personas de edades avanzadas.
¡Viva la vejez y la sabiduría!. O la aristocracia de los mejores y no del dinero, y la meritocracia del individuo.
Pero el panorama no invita al optimismo y la charlatanería desnuda los valores como una jerigonza insoportable.
Y al final de todo, los hechos, amigos, los hechos.
Que cualquier acción política nacional o internacional sea examinada desde la transparencia. La rendición de cuentas y la censura automática para quienes malgastan los vocablos de la buena gente.
No basta con poner cara de santurrón ante un mitin o frente a las Naciones Unidas, para luego hacer de su capa un sayo.
El optimismo antropológico es la credencial a la qué nos aferramos los ciudadanos comprometidos de cualquier parte del mundo, para denunciar la retórica vacía de quien pone su sucia boca sobre los términos que deben mejorar la vida.
Entre todos frenemos esta deriva según la cual las palabras acabarán siendo la cortina de humo que legitime lo mejor o lo peor de la condición humana.
No en nuestro nombre.