Hay veces que todo parece hecho de un papel fino. De ese que casi se transparenta porque tiene poco
gramaje. Un soplido. Cogerlo con demasiada determinación. Cualquier cosa parece capaz de hacer que se
eche a volar. Que se desgarre.
Esos días sientes que vives pisando el borde todo el rato y que será casi inevitable que algo se rompa porque al viento se le antoje soplar un poco más fuerte.
Y en realidad no es por nada, o sí, pero aunque tu vida se aleje mucho de ser de las precarias, de las que están a punto de estallar todo el rato, basta un roce para que sientas que se tambalean demasiadas cosas.
Un amigo me contó que cuando le pasa eso, la sensación de que todo se ha convertido en un papel fino, la sensación de que te cuesta tragar
porque tienes pequeñas bolas que se apelotonan en la garganta, decide ir al monte a caminar y recoger algunas setas.
Luego las lleva a casa, cocina un risotto y se junta en torno a una mesa rodeada de varias sillas a comerlas compartiendo una botella de vino.
Dice Vandana Shiva, pensadora y activista ecofeminista, que una de las cosas que hay que hacer para cambiar todo lo que está del revés es precisamente esa: aprender a cocinar.
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Dice también que hay que trabajar con las manos, que eso no es una degradación sino que es nuestra verdadera humanidad, y que sembrar es una manera de hacerlo. Dice que los alimentos lo conectan todo, que somos parte de una comunidad alimentaria. Una comunidad que, a veces, decide no tener miedo al poder engañoso, deshonesto y brutal de las multinacionales.
Y que, cuando ocurre esto, es cuando se experimenta la libertad verdadera.
Sé que tiene razón (aunque yo no sé cocinar casi ni lo básico). Que justo es en esa tarea, la de alimentarnos, en la que se ven la interdependencia
y la ecodependencia de una manera transparente.
Decidir qué alimentos comprar, pensar dónde fueron cultivados, qué manos los sacaron de la tierra para que puedas acceder a ellos. Quién los
cocinó para que estén en tu plato.
Cocinar como una forma de contribuir a cambiar el mundo.
Resistencias que se construyen desde el interior de las cocinas cuando decides qué alimentos entran y cuáles no. Saber que, si estamos vivas, es porque alguien nos alimentó.
Cocinar. Sentarse alrededor de una mesa. Hablar. Notar cómo todos los papeles finos se echan a volar al sentir el sabor del risotto en la boca. Notar cómo las bolas dejan de apelotonarse en tu garganta después de un rato de charla y risas. •
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MARÍA GONZÁLEZ REYES. elsaltodiario.com