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Dani
martes, 31 mayo 2022 / Publicado en Artículos revistas, Bajo Lupa

LAS CARAS DE LA GUERRA

UCRANIA

Por JULIA HIGUERAS
Fotografía ALFONSO OHNUR

La cobardía de los hombres

Hace frío en el corazón humano, el alma tiembla solitaria, el dolor se enzarza mientras duelen los sueños que caminan asustados por las calles de las democracias… El futuro vuelve a ser una amapola deshojada, el azar se viste de nuevo con su traje más elegante, ese que se reserva para las bodas o para los funerales. No sabemos muy bien qué pasa para predecir qué pasará en Europa. Mientras se aclaran las aguas, las lágrimas no dejan de caer por los surcos de esos rostros que ponen cara a esta guerra. Niños de la mano de sus madres o de sus abuelas. Manos enguantadas, manos miedosas, resignadas y a la par valientes. Manos que se aferran con fuerza a su presente, manos que se extienden a desconocidos y que caminan temblorosas, empujadas hacia una vida nueva que nunca reclamaron.

El cielo está cubierto y un gris lechoso se abre paso entre las nubes oscuras, una ranura que deja vislumbrar una pausa mentirosa, como las estrategias militares de Putin: ahora ataco ferozmente, ahora me repliego, y vuelvo a la carga sin importar las vidas humanas y no humanas -que también hay que decirlo-, ni el futuro de dos pueblos, el ucraniano y el ruso, porque esta es la guerra de Putin no la guerra de Rusia… Amenaza la lluvia. Solo ha habido tiempo para un corto pensamiento y ya las nubes emborronan de nuevo el cielo y anuncian que la tempestad que se aproxima es de proporciones descomunales. Como los bombardeos. Como el éxodo. Como el terror que lo invade todo.

Los ojos de Victoria me miran y su mensaje es profundo y certero porque llega directo a mi corazón. Su hija Kira, de siete años, tira con su mano de la manga de mi jersey y repite, una y otra vez, la palabra gracias en inglés. Es la única palabra que sabe decir en esa lengua y se nota que la ha practicado durante su largo viaje desde Kiev. No lo he dicho aún, pero Alfonso Ohnur y yo vamos de un lado para otro y nuestro tiempo lo ocupan el centro de refugiados de Tesco, la estación de ferrocarril de Przemysl y Medyka, un descampado lleno de tiendas de campaña y tenderetes que se extienden a lo largo de un corredor improvisado donde, voluntarios de toda Europa, asisten a los recién llegados con lo mejor que tienen a su alcance. Esta es la frontera de Polonia con Ucrania, un espacio desordenado, insustancial, desabrido y áspero que solo los esfuerzos de las personas que han llegado hasta aquí para ayudar logran reconvertir en una zona de paso donde abrazar la esperanza y la libertad y, también, cómo no, un poco de abrigo y un buen plato de sopa caliente para calentar el estómago y, de paso, también el corazón.

Victoria y Kira acaban de cruzarla. El camino largo, la tristeza eterna. El marido y el padre que se quedó en el frente; ellas no saben si le volverán a ver. La madre llora, la hija sigue dándome las gracias en inglés y me coge la mano y la aprieta. Se siente a salvo, es el primer paso hacia esa nueva vida lejos de los bombardeos, el caos, la desesperanza y la muerte. Y también lejos de su padre.

Dos segundos para decidir una vida, un intervalo ínfimo donde se mide el coraje de las madres ucranianas. Hay dos plazas libres en un autobús, liderado por el padre Miguel de la parroquia del Cañaveral, que viaja a Madrid. Y en esos dos segundos, Victoria decide que será en esta ciudad donde buscará refugio.

 

Más de diez millones de personas han huido de sus hogares en Ucrania en los últimos dos meses.
Hay más de cinco millones de refugiados en otros países, lo que la convierte en la crisis de refugiados de más rápido crecimiento desde la Segunda Guerra Mundial, y 6,5 millones de personas permanecen desplazadas La dentro del país. Detrás de cada cifra hay una historia de desarraigo. Son las caras de la guerra.

 

El campo de refugiados de Tesco te hace estremecer. No es diferente a otros campos de refugiados, salvo que está dentro de un centro comercial que ha sido habilitado para dar cobijo a personas que no saben adónde ir. Intentamos atravesar una barrera franqueada por varios militares, pero nos paran en seco. Está prohibido entrar y fotografiar las instalaciones. La vista alcanza para ver cientos de colchones por el suelo, unos pegados a los otros, sin espacio para respirar, algunos aún calientes porque los cuerpos allí recostados hace pocos minutos que se han marchado. Las mantas aun arrugadas están a un lado, dando cobijo a algún que otro juguete abandonado a su suerte… Solo la farmacia sigue en pie y abierta. La labor de la farmacéutica durante estos veinte días y, desde que estallara la guerra el 24 de febrero, ha sido esencial. Tiene los ojos enrojecidos y me confiesa que ha perdido la cuenta de lo que llora cada día. Hasta ayer, su bolsillo pudo hacerse cargo de las medicinas de muchos de las ucranianas que llegaban al centro de refugiados con apenas grivnas en sus carteras. La moneda ucraniana ya no vale nada y lo que ayer les servía para mantener una vida plena hoy no sirve ni para comprar la medicación que necesitan.

 

EL PAISAJE ES DESOLADOR

 

Las letrinas están en la calle. Cada dos o tres horas las limpian con una manguera que expulsa agua a presión. El hedor te atrapa. Y el frío, y la devastación y la miseria que, como las mafias, siempre está al acecho.

Hoy el cielo ha amanecido azul, un azul brillante y luminoso, pero el sol es una estufa sin gas, porque no calienta. Cerca de las letrinas, varios jóvenes han conseguido madera y avivan un fuego olvidado. Hay colchones tirados por el suelo y un par de sillas en las que están sentados. Acaban de llegar desde Odesa, la perla del mar Negro. Gran paradoja. Su camino ha sido largo mientras huían de ese ataque anfibio del que tanto se habla por aquí estos días. Este rincón del mundo está lleno de futuros inciertos. La perplejidad se refleja en las caras. Y el miedo. Y la indefensión. Nadie está seguro de nada. Las certezas han salido huyendo, son las primeras que huyen en las guerras.

Hoy nos hemos desayunado con los bombardeos en la ciudad de Lviv, más conocida en España como Leópolis. Una ciudad donde muchos ucranianos se habían refugiado escapando de las bombas de la capital, Kiev, porque la imaginaban un refugio seguro por estar situada muy cerca de la frontera polaca.

Dos días antes, Alfonso y yo habíamos cruzado la frontera hacia Ucrania. Las oficiales -todas mujeres- vestían uniformes de camuflaje y apretaban fuerte contra el pecho sus ametralladoras mientras nos requisaban los pasaportes y carns de prensa. Cuarenta minutos de reloj esperando sentados sobre el poyete de una ventana. Y la impaciencia asoma la cabeza por la puerta: Cualquier periodista podría estar disfrazado de espía ruso. Nos reímos. El ajetreo de la salida, donde se muestran los pasaportes, es incesante. Médicos británicos cargados con enormes mochilas se dirigen a Kiev con el foco puesto en ‘ayudar en cualquier hospital que nos necesite’. Empatía, calor humano en este descampado donde las emociones buscan desesperadamente un lugar donde guarecerse, donde ponerse a salvo y esperar. Todo aquí está en peligro. La guerra no respeta nada. Ni las palpitaciones del corazón de un recién nacido.

Mercenarios, monjas, voluntarios, mujeres que vuelven a su país para estar al lado de sus madres ancianas o para rescatarlas de la guerra… son los transeúntes de esta especie de Gran Vía madrileña concurrida y variopinta que separa Polonia de Ucrania.

Pero los transeúntes más numerosos son, sin duda, los hombres. Ucrania se ha convertido en un país de hombres solitarios, y armados, huérfanos de abrazos.

Al otro lado de la ventana, una larga cola de coches y autobuses se extiende hasta más allá de donde alcanza la vista. El atasco es monumental y se da en las dos direcciones: los ucranianos que salen del país para poner a salvo a sus familias y volver -porque la ley marcial entró en vigor el mismo día que Putin comenzó la invasión- frente a los voluntarios europeos que entran a Ucrania con comida y medicamentos.

Una de las oficiales nos llama. Nos sellan el pasaporte y pisamos suelo ucraniano por primera vez.

Echamos en falta la alegría de los voluntarios haciendo pompas de jabón a los niños ucranianos para arrancarles su primera sonrisa después de horas interminables de viaje, o el amor con el que les sirven un plato de comida caliente. La realidad a este lado de la verja es otra: un gran vacío porque aquí no hay bienvenidas.

 

Tiendas de campaña por todos lados, familias que viven en la frontera, cientos de mujeres y niños cogidos de la mano esperando estoicamente de pie formando una cola kilométrica de almas ateridas por el frío y el espanto, y la desconfianza, la turbación y el desconsuelo. El futuro es una fotografía movida, un horizonte borroso, un porvenir desdibujado donde los sueños se desconectan. El termómetro marca ya 7 ºC bajo cero. Y la foto de nuestro imaginario se congela.

Siguen los combates, los asedios, las matanzas, los crímenes de lesa humanidad. Bucha, al noroeste de Kiev, es una ciudad que llora a sus muertos en silencio.

La ONU expulsa a Rusia del Consejo de Derechos Humanos. Incredulidad, risa, decepción. La UE llena diariamente las arcas de Putin con mil millones de euros. Petróleo y gas. Desfachatez, desvergüenza, falsedad e hipocresía. Ningún vicio, ninguna depravación, ninguna atrocidad en el mundo han hecho derramar tanta sangre como la cobardía de los hombres. •

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