Londres puede ser muy competitivo, absurdamente caro, a veces cruel, y, en muchas ocasiones, solitario
Fernando López del Prado García. Londres
Recalar en una ciudad como Londres brinda la gran oportunidad de respirar y sentir en una de las urbes más interesantes de nuestro tiempo.
Un lugar donde comparten espacio, que no necesariamente interactuación, cientos de idiomas,
tradiciones, credos, olores y colores de piel.
Un referente mundial en cuanto a la creación de tendencias artísticas y de pensamiento.
Una parada obligatoria para una profusión de operaciones financieras y de negocios de todo tipo.
Es una ciudad con vocación de capital internacional y se nota, ya sea desde una de las cabinas del London Eye, desde el piso 74 del recién estrenado The Shard – que se ha convertido en un nuevo hito
arquitectónico para la ciudad – o atravesando el Millennium Bridge con la Catedral de San Pablo
de frente y la Tate Modern a la espalda.
La ciudad se sabe una de las mejores, una de las más atractivas, de las más codiciadas, pero no estoy
muy seguro de que logre disfrutarlo. Londres vive en constante comparación con otros centros mundiales, consagrados o emergentes.
Vive con la eterna angustia de haber sido capital de un imperio, de haberse sabido el centro de todas las miradas y ahora de tener la necesidad imperiosa de destacar en todo lo que hace ante el temor de perder el cetro para siempre.
Londres no es como Hollywood, donde todos los sueños se hacen realidad, pero sí es cierto que es una ciudad muy dinámica y ofrece oportunidades que otros lugares del mundo, hoy por hoy, no están en disposición de ofrecer.
Pero que confluyan tantos y tan decisivos factores en una sola ciudad también la convierten en un lugar muy competitivo, absurdamente caro, a veces cruel y, en muchas ocasiones, solitario.
Medio escondidas en toda esta maraña de relaciones complejas y altamente competitivas, Londres también pone a nuestra disposición grandes lecciones vitales.
Todas las luces y destellos, tantos edificios deslumbrantes, todo el refinamiento de sus eventos internacionales pueden paradójicamente suponer una oportunidad inmejorable para reconectar
con nuestra parte más honesta, con nuestra más profunda esencia.
Es una gran ocasión para descubrir lo que uno cree necesitar y lo que realmente necesita.
La presencia de la moda por la calle pudiera llevar a querer participar de ese estilo.
Entrever desde la acera los salones de restaurantes de fama mundial podría llevar a preguntarse cómo se sentiría uno ante tal despliegue de agasajos culinarios.
Conseguir la mejor butaca para una de las magníficas producciones de la Royal Opera House sin duda sería una experiencia a recordar.
Pero tanto brillo, tanto glamour, tanta tentación tan cerca y solo al alcance de unos pocos puede producir mucho sufrimiento y una sensación de fracaso completamente artificial.
No creo que sea falta de ambición ni conformismo.
No es la irremediable aceptación de nuestro sino vulgar en la tierra.
Es una gran oportunidad para ser sincero, para recuperar parte de la humanidad perdida en el asfalto, para llevar una vida más feliz y serena y admitir que las personas somos mucho más sencillas de lo que estamos dispuestos demostrar. •