Elena Barraquer: Todos tenemos mucho que ver

Perteneciente a una saga de prestigiosos oftalmólogos, Elena Barraquer viaja cada año a diferentes destinos para devolver la vista a gente sin recursos. Una labor que se ha convertido en una necesidad. Este año la Fundación Barraquer cumple una década de servicio a los demás, en las que ha realizado 49 expediciones asistenciales a diferentes zonas de África y Asia, con más de 3.000 operaciones y 20.000 visitas. Ver para creer.
Por María González Fotografía PEPE BAEZA
‘Veía lo bien que lo pasaban mi padre y mi abuelo y soñaba con ser como ellos’. La vocación de Elena Barraquer por la medicina le viene de lejos, cuando a los seis años, sentada en las rodillas de su abuelo Ignacio Barraquer y mientras retorcía de manera nerviosa su corbata, éste le contaba anécdotas y le explicaba con un lenguaje sencillo algunas técnicas para devolver la luz a los que no ven. Pero esta introducción a la oftalmología que hacía a su nieta se extendía más allá de los manuales. En su clínica creó un dispensario en el que los pacientes sin recursos tenían derecho a las visitas y a las intervenciones. De este modo y por un coste muy reducido, podían beneficiarse de todos los servicios. Ahí nació la devoción de Elena por ayudar y, cuando finalizó la carrera de medicina, vocación y devoción se unieron en un mismo interés. ‘Mi abuelo nos enseñó que un médico no solo debe trabajar por dinero, sino, sobre todo, para ayudar a la gente’.
DIARIO DE BATALLA
Por eso, desde hace muchos años acude a diversos lugares de África y Asia. ‘Mi primera experiencia fue muy positiva. No hay nada más bonito que la sonrisa de una persona a la que le has devuelto la vista’. Para acercarnos a esta realidad, viajamos con ella y con su equipo a Bangladesh. A las 6:30 horas, el campamento comienza a desperezarse al son de un gallo amigo que sirve de despertador. Llegamos primero a Daca, la capital, y luego viajamos por todo el país. Después de una ducha rápida, espera un parco desayuno (leche en polvo, cola-cao y pan con mermelada de mango), pero una vista fantástica: los manglares (terrenos llenos de árboles de agua salada) en todo su esplendor. Suena tres veces la bocina de un coche y el hechizo se rompe. Es Mohammed, el conductor de la furgoneta que nos trasladará al hospital. El trayecto dura media hora. Es un camino de tierra que desemboca en una carretera general llena de socavones y controles policiales. Los trabajadores del sector textil han protagonizado violentas protestas. Durante años, Bangladesh ha sido un país capitalizado por las grandes compañías textiles en busca de mano de obra barata. Hoy, sin embargo, y después del derrumbe de uno de estos edificios donde murieron casi un millar de personas, se ha conseguido la firma de un acuerdo para mejorar la seguridad en el trabajo.
MANOS A LA OBRA
‘Ya llegamos’, comenta Nacho, el anestesista. Rodeando al banco hospital ya hay una larga cola de pacientes. ‘Habrá unos 200, todos están en fila india y llevan un trocito de papel en la mano, ¿lo veis?’, nos pregunta la doctora Barraquer. ‘Es el número que le ha tocado a cada uno. Ahora es cuando empieza la actividad frenética, casi caótica, diría yo, porque vamos a intentar visitar al mayor número de pacientes posibles y, al mismo tiempo, hacerlo bien’. Mohammed abre las puertas y bajamos de un salto, pero antes de que pongamos los pies en tierra Elena Barraquer ya ha empezado a dirigir el cotarro. ‘Hay que separar las cataratas de todas las demás patologías. Primero, las de aquellas personas que no puedan ver casi nada. Hay que prepararlas y realizar la cirugía lo antes posible para operar al mayor número de personas, que, por desgracia, será mucho menor del que nos gustaría’. Más que una orden es un pensamiento en voz alta, el de todos. El equipo, sin más dilación, se pone manos a la obra. Se han dispuesto cuatro estancias. La primera de ellas es la antesala donde se dividen los enfermos según el problema ocular que padecen. Algunos no saben leer ni hablan inglés, solo bengalí, el idioma oficial del país, de sistema silábico en la escritura y que procede de las lenguas medias de la India, por lo que contamos con un traductor.
LABOR DE EQUIPO
Los pacientes que necesitan operarse pasan a otra estancia, donde Ana, médico residente, hace una primera valoración. A los demás, en función de sus necesidades, se les proporcionará gafas, que se enviarán desde la clínica Barraquer al hospital. La cuarta estancia es el quirófano, donde la doctora, Nacho (el anestesista) y Mevi (la enfermera instrumentista), junto algunos voluntarios, preparan todo para operar. ‘En Barcelona operamos a tres o cuatro personas cada hora y aquí, entre paciente y paciente, tardas ese tiempo en volver a preparar el quirófano. Es frustrante, pero es lo que hay. Y esto esperando que no se vaya la corriente o se funda algún aparato por los cambios de tensión en la red eléctrica, sucesos que ya nos han pasado y nos han obligado a utilizar técnicas quirúrgicas que no se emplean desde hace más de 30 años’.
IMPROVISAR EN EL QUIRÓFANO
El momento más difícil de este año -cada uno tiene el suyo- ha sido comprobar que el microscopio se había roto. ‘He tenido que usar el del ayudante, con sus oculares que no tienen las misma visibilidad y te obligan a operar con una técnica más antigua pero más simple y en una posición muy incómoda’. Esta postura no entraña riesgo alguno para el paciente y sí para la maltrecha espalda de la doctora que, a pesar del dolor y de la ciática que padece, no se queja. ‘Lo pasas mal, tardas más, ya que las condiciones son peores, pero hemos salido siempre adelante. Cuando me especialicé, me enseñaron esta técnica. Pero, ahora, los residentes en oftalmología no la aprenden, por lo que dentro de 20 años, si no la practican por su cuenta, no podrán venir a ninguno de estos países a operar, porque en caso de dificultades serán incapaces de resolver la situación’.
LA RUTINA DIARIA
Todo está preparado para recibir al primer paciente. En un improvisado cuarto está Georges, que tiene los ojos muy abiertos. No ha cumplido los 18 años, pero una gran catarata no le deja ver por su ojo izquierdo. Han terminado con el cuarto paciente y se disponen a tomar un pequeño almuerzo. ‘Arroz y algún trozo de pescado. Es todo lo que podemos comer en 10 minutos, que es lo que tardamos en volver a la acción. No hay tiempo que perder. Los pacientes nos esperan y tenemos que hacer todas las cirugías que están planeadas para hoy’. Dicho y hecho, y sin darnos cuenta estamos de vuelta en el quirófano. Hoy han operado a nueve personas. Fuera, ya es de noche y el pueblo está oscuro y sin voz.
FIN DE LA JORNADA
Son las 23:00 horas cuando Mevi recoge los últimos bártulos y deja el quirófano preparado para el días siguiente. A pesar del cansancio, la sonrisa no desaparece. ‘Es una mujer positiva y su optimismo es una fuente inagotable de energía –comenta la doctora-. Nunca se cansa. Con un equipo así, cómo no voy a querer viajar a África, Asia o Latinoamérica cada año…’. Ha sido un día agotador y todos están desando llegar al campamento. El reloj marca las 23:30 h. El estómago se rebela: ‘Tengo tanta hambre – dice Mevi- que me comería lo que fuera’. Y se ríe. A las 24:00 horas entramos en el comedor del campamento. Arroz, pollo y patatas hervidas nos esperan. De postre se agradecen los chistes de Nacho que amenizan la sobremesa. Media hora después nos vamos a dormir. La mudez de la noche dará paso a un nuevo día cargado de cirugías, imprevistos, anécdotas y, sobre todo, de buen rollo. Desde estas primeras expediciones gracias a la evolución de nuestro instrumental y a nuestra experiencia con ‘cataratas africanas’ el número de pacientes operados ha aumentado exponencialmente: en la actualidad operamos 30-35 cataratas por día. •